Los toros son como melones pá calá

From the Series: Alterecologías

“Sociedad de animales”. Extraído de: Lévi-Strauss, Claude (1964) El pensamiento salvaje. México, Madrid: Fondo de Cultura Económica. Pp. 128-29. Ilustración: Gangel, Metz. Caricatures. Paris: Musée National des Arts et Traditions Populaires, Cat. N08 50-39-2583.

El marco general de este artículo trata de responder a la sugerencia de Aníbal Arregui en Infraespecie: del fin de la naturaleza al futuro salvaje, donde se nos dice que “la mirada antropológica invita a pausar la obsesión taxonómica con los atributos generales de las especies” y en su lugar sugiere atender mejor a las relaciones concretas entre organismos que están situados en circunstancias particulares (2024, 23). Según el autor, esa perspectiva, que se despliega “por debajo del umbral de la especie”, nos puede dar acceso a nuevas posibilidades y potencialidades de aquellas relaciones que sólo pueden trazarse desde “una mirada más íntima y situada” (ibid., 23).

Mi enfoque sería, en parte, el toro de lidia como subespecie bovina. Pero más allá de eso, sería una exploración etnográfica, en términos de las preocupaciones taurinas, sobre cómo se revelan las cualidades particulares, como individuo, del toro de lidia. En términos taxonómicos, un toro de lidia es un toro de lidia, pero su carácter individual no está determinado taxonómicamente, sino que son sus ‘circunstancias particulares’ las que definen como es un toro de lidia.

Criando una alterespecie. Fotografía de Garry Martin.

Durante siglos de selección y cría controlada del Bos taurus primigenius o el Bos taurus ibericus, ganaderos españoles crearon bovinos domesticados y manejables por su carne, cuero y labor, así como, en el caso de las vacas, por su leche. Desde más o menos el siglo XII, también a partir de estas razas, los ganaderos empezaron a crear bovinos para actuar en festejos populares. En estos casos la selección de animales buscaba precisamente cualidades no deseadas y eliminadas en bovinos domesticados, rasgos como la fiereza, la bravura y el impulso de embestir. En el siglo XVIII comenzaron a celebrarse espectáculos taurinos profesionales. Con ello, fueron establecidas ganaderías específicas con los siete encastes fundacionales de donde proceden los toros bravos o los toros de lidia modernos (Juan Pedro Domecq 2009).

En el presente, la trayectoria vital de un toro de lidia puede trazarse desde sus primeros pasos en un entorno rural o de campo, marcado por relaciones distantes con los mayorales, hasta su traslado a un entorno urbano, donde acabará actuando en una plaza de toros en un encuentro cuerpo a cuerpo con sus toreros.

Un toro de lidia, en el campo, es un toro en desarrollo. Cada ganadero/a selecciona sus toros buscando un determinado tamaño, peso, musculatura, colores de la piel, tamaño o estilo de los cuernos. Todo ello configura la estampa de sus toros y es reconocida como tal en el mundo taurino. Pero un toro de lidia debe ser mucho más que su aspecto físico: el buen toro debe tener fiereza como afecto esencial para guiar su comportamiento. En el campo, esta cualidad debe permanecer latente, esperando su posible revelación en una plaza de toros.

Las manadas de toros en el campo no están compuestas por animales anónimos. Cada toro está marcado en su piel por herraduras que lo identifican como individuo. Los hierros de marcado imprimen información clave en el cuerpo del toro: la marca de la asociación ganadera a la que pertenece la ganadería, la insignia de la ganadería, número del animal en la ganadería, y su fecha de nacimiento. También, cada uno lleva ‘muescas’, cortes en las dos orejas, que los responsables de los animales en el campo usan como forma de identificación individual. Cada toro tiene, además, un nombre personal que los ganaderos usan para localizarle en el árbol genealógico de la ganadería. Curiosamente, aunque cada toro posee un nombre propio, nunca es llamado por ese nombre para atraer su atención. Los ganaderos se refieren a un toro por su número, no por su nombre. En la arena, el matador suele usar un genérico, ‘¡toro!’, para llamar la atención del animal, no su nombre.

Una vez que seis toros han sido seleccionados para una corrida en una plaza determinada, empieza un proceso de individualización de cada toro. Trasladados desde el campo, los animales desembarcan en un corral de la plaza de toros. Allí, cada uno es revisado por los veterinarios y las autoridades municipales para comprobar o verificar su procedencia, su estado de salud, peso y la condición de sus astas. La mañana de la corrida se hace un sorteo para separarlos en tres lotes de dos, uno por cada matador. Esto lo hacen los hombres de confianza de cada matador, buscando un balance entre el peso, trapío (su buena planta), y la cornamenta de cada pareja. Luego, cada hombre de confianza decide con qué toro se lidiará primero y con cual segundo. Finalmente, cada toro es encerrado en un toril individual, esperando su turno.

Desde el momento en que sale un toro a la arena, empieza el desarrollo de una relación entre un animal, que es un representante de su especie o casta y su ganadería, y un matador, un representante de una profesión. Pronto, esa relación adopta una lógica más concreta e íntima, una relación individual entre el toro en sí mismo y el matador en sí mismo.

El toro y el matador se encuentran como desconocidos. Con los toros no se puede ensayar con anticipación a la actuación, como sí ocurre, por ejemplo, durante el entrenamiento con un caballo en la preparación de una carrera. El toro nunca se ha visto en una situación así y el matador, a pesar de haber actuado con muchos toros de lidia (algunos incluso de la misma ganadería), nunca se ha encontrado con este toro.

En el mundo taurino hay siempre expectativas sobre lo que el toro tiene dentro, algo que debe expresarse en su comportamiento. Se espera que el matador pueda responder a este comportamiento para acoplarse al toro, y que el toro pueda adaptarse a él. En términos taurinos, debe darse una compenetración, una relación de conexión y reciprocidad como la de un buen jinete con su caballo.

Pero esa compenetración es difícil de conseguir. En el caso de que ambos sean capaces de establecer una forma de relación con las características deseadas por todos los presentes, puede ser que ésta se exprese solo en momentos fugaces de la actuación. Pero también puede ser que esa compenetración no ocurra en absoluto. En cualquier actuación es fundamental que nada esté garantizado y nada sea replicable. La expectativa y el deleite están en que todo depende de las cualidades particulares del toro y del matador.

Y a propósito del refrán que da título a este ensayo: “Los toros son como melones pá calá” (es decir, para “calar” o “abrir”). Un melón en el mostrador de un mercado es un representante de los melones en general, pero también es un melón en sí mismo. Un comprador potencial puede pesarlo, olerlo y apretarlo, pero la única manera de revelar su condición y su calidad deseada es abrirlo. En el mundo taurino se entiende que sucede algo análogo con los toros de lidia, pues éstos no muestran quiénes son realmente hasta que no se abren al torero en el contexto de la corrida.


Referencias

Arregui, Aníbal G. 2024. Infraespecie: del fin de la naturaleza al futuro salvaje. Madrid: Alianza Editorial.

Domecq, Juan Pedro. 2009. Del Toreo a la Bravura. Madrid: Alianza Editorial.

Gobierno de España, Ministerio del Interior. 2001. “Real Decreto 60/2001 sobre prototipo racial de la raza bovina de lidia, de 26 de enero de 2001,” 5255–5261.