In Death
From the Series: Pathways
From the Series: Pathways
The morning Tom Abercrombie passed away was also the day of my dissertation defense. Tom was one of my principal advisors, and needless to say, his absence was sorely felt during the defense. But in this particular case, the peculiarity of this coincidence was all the more poignant.
Tom and I had spent years talking about death together. As I constructed and carried out my ethnographic research on forensic anthropological investigations of wartime murders in Colombia, Tom opened up many new pathways for me in how to conceptualize death and its many meanings.
We discussed death as a phenomenon that simultaneously constructs and reveals collective forms of belief and ritual, as well as their inheritances across generations. The social life of the material body ends not in the moment of death but can transgress common understandings of time-space through embodied ritual and collective remembrance among the living, long after the death incident. The exhumation of the dead body in the context of political violence was, therefore, simultaneously an act of commemoration, a form of social reproduction in face of annihilatory mass violence, and, often, an act of political defiance. Through the demands of Colombian families and the labor of forensic anthropologists, the exhumed dead body became the substance through which the stories of the dead—in life and in death, as individuals and collectively—would come into being and extend long beyond their lifetimes.
In December 2018, at the end of a characteristically long and meaningful meeting with Tom—this time about ghosts and hauntings in morgues—he cautiously revealed to me that he had been diagnosed with an aggressive form of cancer. As I cultivated an appropriate external response, I grappled internally with how Tom could have sat there with me discussing death and the treatment of the dead body in such a matter-of-fact manner just minutes before. Perhaps to intellectualize death, for all those of us who study it, is an attempt to come to terms with its inevitability. Perhaps it addresses an urge to speculate on the eternally debated unknowns that lie beyond the world of the living. Perhaps Tom continued to do this even as he began to face the very real prospect of his own fate.
I was fortunate to have one more conversation with Tom in the following months. It was a serendipitous encounter in which he told me stories of his eccentric surgeons and giggled at his own descriptions of them, all the while expressing his disdain for the proprietary medicine model that had recently failed him. I knew Tom’s condition was deteriorating but did not know how quickly. The shock came a couple of months later, mere hours before my dissertation committee was to meet with me, when I was told that Tom had passed away. After the initial disbelief and anger passed, I let myself into Tom’s office with keys that he had lent me. I sat in his chair and looked at the objects on display from his time in the Andes and in Spain. I reflected on the painful irony that Tom’s illness was brought on partially as a consequence of his life’s work, from the time he spent conducting his doctoral fieldwork in Bolivia. I picked out a pair of small ceramic bulls, toritos. Larger versions of these toritos are placed on the roofs of houses throughout the Peruvian highlands for protection and harmony. I borrowed the toritos and sat them on the table next to me while my committee held a long moment of silence for Tom, and then carried out the time-honored ritual of the defense.
As the defense went on, and in particular as I drew on discussions with Tom over the years to answer other committee members’ questions, I sensed that Tom was somehow with me. There was an ethereal, light quality to the sensation, a lifting of the weight that I (and presumably many others) had felt as Tom struggled through his illness and painful medical treatments. Maybe it was a feeling of release from the body in pain, or maybe a form of collective remembrance in process in which I and Tom’s colleagues at the table with me were engaged.
Regardless, I sensed Tom’s presence with me as I answered my committee’s questions. Since that day, I have come to believe that Tom was more able to be present with me for the defense than he would have been if he had still been ill.
Without Tom’s guidance, my anthropological perspectives would have lacked a number of meaningful dimensions. And beyond the knowledge he imparted, Tom was a soulful—if also reserved—person who was gracious with and supportive of his students. Those of us who care deeply for him are many. So as I move forward, I remind myself that, just as with communities who demand exhumations of the dead, Tom’s other mentees and I will reproduce, build on, and animate the wisdom and social ties that we embody and share thanks to him. In death, as in life, Tom accompanies our individual and collective journeys.
Traducido por Camila Belliard-Quiroga.
La mañana en la que Tom falleció fue también el día de la defensa de mi tesis de doctorado. Tom fue uno de mis asesores principales, por lo que está de más decir que su ausencia se sintió gravemente durante la defensa. Pero en este caso particular, la peculiaridad de esta coincidencia fue aún más conmovedora.
Tom y yo habíamos pasado años hablando sobre la muerte. Durante la construcción y desarrollo de mi investigación etnográfica sobre la antropológia forense de asesinatos en tiempos de guerra en Colombia, Tom me ayudó a abrir nuevos caminos para conceptualizar la muerte y sus múltiples significados.
Hablamos de la muerte como un fenómeno que simultáneamente construye y evidencia formas colectivas de creencia y ritual, así como también herencias traspasadas de generación en generación. La vida social del cuerpo material no termina con la muerte, sino que puede transgredir las concepciones comunes del espacio-tiempo a través de rituales corporeizados (embodied) y la memoria colectiva que perdura entre el mundo de los vivos por mucho tiempo después del incidente de la muerte. La exhumación del cadáver en el contexto de la violencia política era, por lo tanto, simultáneamente un acto de conmemoración, una forma de reproducción social frente a la aniquiladora violencia masiva y, a menudo, un acto de rebeldía política. Gracias a las exigencias de las familias colombianas y el trabajo de antropólogos forenses, el cadáver exhumado se convertía en la sustancia a través de la cual, las historias de vida y de muerte de los fallecidos en tanto individuos y en colectivo, emergían y se expandían más allá del curso de sus vidas.
En diciembre del 2018, tras una reunión especialmente larga y significativa con Tom, esta vez conversando sobre fantasmas y apariciones en las morgues, me reveló con cautela que le habían diagnosticado una forma agresiva de cáncer. Mientras preparaba una forma de reaccionar externamente que fuera apropiada, internamente me confrontaba con el hecho de que Tom había estado sentado ahí conmigo conversando sobre la muerte y el manejo de cadáveres con tanta naturalidad sólo unos minutos antes. Quizás intelectualizar la muerte, para todos aquellos que la estudiamos, es un esfuerzo por aceptar su inevitabilidad. Quizás responde a un impulso de especular sobre el eternamente debatido enigma acerca de qué se encuentra más allá del mundo de los vivos. Quizás Tom continuó haciendo esto incluso cuando le tocó enfrentarlo en relación a su propio destino.
En meses posteriores, tuve la suerte de sostener una conversación más con Tom. Se trató de un encuentro fortuito en el que me contó historias sobre las excentricidades de sus cirujanos, riéndose él mismo de su descripción de ellos, mientras expresaba su desprecio por el modelo de medicina privada que recientemente le había fallado. Yo ya sabía que la salud de Tom se estaba deteriorando, pero no me imaginaba qué tan rápidamente. El shock de la noticia llegó un par de meses despué: apenas unas horas antes de que me reuniera con el comité de mi disertación, me enteré de que Tom había fallecido. Luego de superar la rabia e incredulidad iniciales, entré a la oficina de Tom con unas llaves que él me había prestado. Me senté en su silla mientras observaba objetos que decoraban el espacio, objetos de su tiempo en los Andes y en España. Reflexioné sobre la dolorosa ironía de que la enfermedad de Tom surge en parte debido a su obra y su profesión, que inició cuando realizaba trabajo de campo en Bolivia como parte de su tesis doctoral. Recogí un par de toritos; unas pequeñas estatuillas de toros de cerámica. En versiones más grandes, estos toritos se colocan en los techos de las casas en todo el Altiplano peruano para protección y armonía. Tomé prestados estos toritos y los coloqué junto a mí en la mesa mientras mi comité guardaba un momento de silencio para Tom, para luego llevar a cabo el tradicional ritual de la defensa de tesis doctoral.
A medida que avanzaba la defensa, y en particular mientras me inspiraba en conversaciones que había entablado con Tom a lo largo de los años para responder a las preguntas de los miembros del comité, sentí que Tom estaba de alguna manera conmigo. Nos rodeó una sensación etérea de ligereza, como cuando se levanta una carga; el levantamiento de una especie de peso que yo (y aparentemente otras personas) habíamos sentido mientras Tom luchaba contra su enfermedad y los dolorosos tratamientos médicos. Posiblemente, lo que los colegas de Tom y yo experimentamos en esa mesa fue una sensación de alivio por la liberación de un cuerpo adolorido, o tal vez un proceso de manifestación de recuerdo colectivo. Independientemente de ello, sentía la presencia de Tom mientras respondía a las preguntas de mi comité. Desde ese día, he llegado a creer que Tom pudo estar más presente para la defensa, de lo que quizás hubiera estado si hubiese continuado enfermo.
Sin la guía de Tom, mis perspectivas antropológicas habrían carecido de varias dimensiones significativas. Aparte del conocimiento que ofreció a muchos, Tom era una persona conmovedora, aunque también reservada, era amable y solidario con sus estudiantes. Somos muchas las personas que queremos profundamente a Tom. Por lo que a medida que avanzo me recuerdo a mi misma, que al igual que las comunidades que exigen exhumaciones de los muertos, los demás alumnos de Tom y yo, reproduciremos, continuaremos construyendo, y animaremos la sabiduría y lazos sociales que encarnamos y compartimos gracias a él. En la muerte, como en la vida, Tom acompaña nuestros viajes individuales y colectivos.