Confluencias entre las políticas de conservación ambiental y el modelo minero energético en Colombia: Posibilidades de transición en el Gobierno del Cambio

From the Series: A la izquierda del poder

(English translation below)

El pasado 21 de febrero de 2023 se anunció el inicio del paro de mineros artesanales en el Bajo Cauca (en el nororiente del departamento de Antioquia) a causa de la continuidad de los operativos y persecuciones judiciales en su contra. A pesar de los anuncios sobre transformaciones radicales en política energética, la realidad de los territorios empieza a dar cuenta de los retos técnicos y políticos para reorientar la relación del estado con los recursos naturales y las economías locales que se ha consolidado durante décadas en las diferentes regiones y subregiones del país. Muchas de estas economías locales, basadas en la combinación de la producción agrícola y en la extracción de recursos naturales, incluyen múltiples actores que operan en diferentes escalas de gestión y transformación de los territorios. En el caso de la minería del bajo Cauca, por ejemplo, encontramos la intersección de empresas mineras formales, minería artesanal y minería ilegal que refleja no solo, diferentes registros legales y morales, sino diferentes regímenes de intervención de la naturaleza que se encuentran en constante disputa y rearticulación.

En el Bajo Cauca las comunidades protestan por la persecución insidiosa, en un contexto donde “compiten”, si cabe la expresión, con compañías que representan la política de estado, muy establecida, del desarrollo basado en la renta del suelo y la venta de la naturaleza. En este contexto, los mineros artesanales de oro se enfrentan a las políticas y narrativas de conservación ambiental, y del otro, a la opacidad de las políticas de seguridad que no diferencia con claridad entre la minería artesanal y la ilegal. Esto se basa en la articulación histórica de al menos dos narrativas de gobierno del territorio en Colombia, aparentemente opuestas pero que, desde realidades situadas como la del Bajo Cauca, dan cuenta de su asociación; La conservación ambiental y el extractivismo. También tiene una fundamentación histórica constituida por las formas de inserción del capital en la cotidianidad de las economías domésticas sin reparar en la legalidad o la ilegalidad de la producción de valor basada en la extracción de la naturaleza.

La Ley 2 de 1959 que configura la piedra angular de la articulación entre la conservación y la explotación de los recursos naturales en Colombia, regula la explotación de los bosques, no necesariamente en función de su conservación, sino fundamentalmente en función del “aprovechamiento y explotación racional de la naturaleza”. De hecho, la autoridad ambiental representada por las Corporaciones Autónomas Regionales (CAR) son hoy en día las encargadas de determinar los alcances del aprovechamiento y la protección ambiental. Sin embargo, tendemos a observar y examinar estas formas de regulación y gobierno separadamente.

Las CAR tienen sus propios rostros y espectros en los territorios. Siendo fundamentalmente invisibles, las CAR regulan el uso del suelo, pero por lo general privilegian los usos del suelo formal y regulado, estigmatizando las economías campesinas, tradicionales y artesanales. Por ejemplo, los campesinos que habitan las áreas de los Parques Naturales Nacionales de Tinigua, La Serranía de la Macarena, y Los Picachos (en el noroccidente de la región amazónica) saben muy bien que la Corporación regional en su jurisdicción cierra los ojos ante el incremento de la deforestación acelerada en las áreas protegidas (por parte de actores económicos también borrosos). Al mismo tiempo otorga permisos de cambio de uso del suelo para la exploración y exploración minera, mientras censura a los campesinos que viven en áreas protegidas.

Sobre estas estructuras históricas, económicas e institucionales el primer gobierno progresista de Colombia ha iniciando una lucha titánica para la transformación de las narrativas dominantes asociadas a la criminalización de los eslabones más débiles de la cadena (campesinos, indígenas y afrocolombianos), de las prácticas tradicionales de participación y diálogo regional, y de la producción y desarrollo de conocimiento técnico para su ejecución. Sin embargo, este panorama se vislumbra enredado. No solo por los rudimentos históricos e institucionales de estos entramados, sino por la complejidad que requiere un cambio tecnocrático asociado a la política de conservación y de transición energética anclada a la política de gobierno. El proceso de conformación de equipos técnicos nacionales y regionales apenas va en proceso y es temprano para saber si tal cambio se realice. En el sector ambiental, buena parte del trabajo ha consistido en reorganizar e integrar estrategias, evaluar el estado de las políticas y los presupuestos. Por otra parte, la necesidad de mostrar resultados ha volcado las burocracias de escala nacional a los territorios haciendo anuncios sobre el cambio de enfoque, y haciendo nuevos pactos y acuerdos locales y regionales. Al estar ahora en el gobierno, las burocracias ambientales emergentes se están encontrando con el reto de dialogar con diferentes actores en diferentes contextos territoriales, de garantizar la participación de las personas y gestionar el cumplimento de los pactos y los acuerdos alcanzados.

Es difícil saber si la política extractivista y la conservación ambiental puedan tomar un nuevo cauce. Hoy en día, más que políticas opuestas, la conservación y el extractivismo revelan con más fuerza la articulación de sus agendas. No se pueden encontrar muchas diferencias en unas políticas de extracción y de conservación que ven a las personas que habitan en los territorios como actores invasivos, no propios del lugar, no propios de la política ambiental, o no propios para la extracción industrial –de no ser como fuerza de trabajo. La política ambiental en Colombia genera incertidumbre para las comunidades, pero afianza infraestructuras financieras y turísticas transnacionales. También profundiza injusticias a partir de la renta barata del suelo (por largos periodos de tiempo) por parte de corporaciones en la forma de bonos de carbono para expiar las externalidades de la producción capitalista. En las áreas de explotación minero-energética se crean nuevas ecologías y paisajes, confinamientos humanos, y diferentes formas de violencia y exclusión. También se parecen, en que sus prácticas y miradas fragmentan el espacio, lo separan, sustentadas en la idea de que hay espacios para la conservación y otros para la extracción. De este modo, “la conservación para la explotación racional” deja de lado perspectivas que puedan cambiar las relaciones de producción sustentadas en la explotación de la naturaleza, y perspectivas que puedan reintegrar ecosistemas físicos y representacionales.

De este modo, las fuerzas progresistas en Colombia se enfrentan a las estructuras normativas vigentes, a formas específicas de representación de la naturaleza, a maneras tradicionales de hacer política, y a las economías regionales y corporativas que constituyen el poder local. Sin embargo, lo que se revela con la dificultad de hacer estos cambios son los lugares donde circula el poder real en Colombia. Son estas formas de poder las que deben ser cuestionadas y llamadas a rendir cuentas, no las acciones de los mineros artesanales del Bajo Cauca.

The Crossroads of Environmental Protection Policies and the Energy Mining Model in Colombia: Possibilities for Transition in the Government of Change

On February 21, 2023, artisanal miners in Bajo Cauca (in the northeastern department of Antioquia) announced that they would go on strike due to the continued judicial action and persecution they face. Despite promises of radical transformations to energy policy following the election of the Pacto Histórico (Historic Pact), in Colombian regions there are obvious political challenges to reorienting the state’s relationship to natural resources and local economies, which have been consolidated over decades. Most of these local economies are based on a combination of agricultural production and natural resource extraction and include multiple actors operating at different scales of territorial management and transformation. In the case of gold mining in the Bajo Cauca, for example, the intersection of artisanal, illegal, and formal mining by companies not only mirrors differing legal and moral registers, but also different regimes of governing nature. These different understandings of how to organize and manage natural resources experience constant disputes and reconfigurations.

In Bajo Cauca, communities protest persecution in a context in which they are “competing,” if the term applies, with companies that represent a well-established government policy of development driven by ground rent and the auctioning off of nature. In this context, artisanal gold miners confront not only environmental conservation policies, but also opaque security policies that do not clearly differentiate between artisanal and illegal mining. This is based on two narratives of territorial governance in Colombia that, while in apparent opposition, seem to coalesce in places like the Bajo Cauca: environmental conservation and extractivism. It is also historically grounded in forms of capital insertion into the day-to-day of domestic economies, without regard for the legality or illegality of production value based on the extraction of nature.

Law 2 of 1959, the cornerstone of the uneasy articulation between natural resource conservation and exploitation in Colombia, regulates the exploitation of forests, not necessarily in terms of their conservation, but in terms of the “rational use and exploitation of nature.” In fact, the Regional Autonomous Corporations (Corporaciones Autónomas Regionales, or CAR) that represent the environmental authority are today in charge of determining both environmental protection and exploitation. Despite the close relationship between conservation and extraction, we tend to study these forms of regulation and governance separately.

The CARs have their own faces and specters in “the territories.” While remaining mostly invisible, the CARs regulate land use, generally favoring formal and regulated land uses and stigmatizing peasant, traditional, and artisanal economies. For example, peasants living in the national park areas of Tinigua, La Serranía de la Macarena, and Los Picachos (in the northwestern Amazon) know very well that the regional corporations in their jurisdiction turns a blind eye to the growth of unfettered deforestation in protected areas (often by shadowy economic actors). At the same time, it grants permits to change land use to mining exploration and extraction, while punishing the peasants who live in protected areas.

It is in the midst of these historical, economic, and institutional structures that Colombia’s first progressive government has initiated a monumental struggle to transform dominant narratives associated with the criminalization of the weakest links in the chain—peasants, Indigenous people, and Afro-Colombian communities. The Pacto Histórico also promises to support traditional practices of participation and regional dialogue and facilitate the production and development of technical knowledge. Nonetheless, the outlook is complicated, not only because of the historical and institutional foundations of these frameworks, but also because of the complexity required to enact a technocratic change to conservation and energy transition policy anchored in national policy. The process of forming national and regional technical teams is just beginning, and it is too soon to know if such a change will materialize. In the environmental sector, much of the work has consisted of reorganizing and integrating strategies and assessing the status of policies and budgets. The need to show results has meant national-level bureaucracies descend on the regions—or “the territories”—to announce changes in approach and to make new local and regional pacts and agreements. These emerging environmental bureaucracies are facing the challenge of dialoguing with different stakeholders in different territorial contexts, of guaranteeing people’s participation, and managing compliance with the many pacts and agreements reached.

Today, rather than contradictory policies, conservation and extractivism are profitably articulated. There is little difference between extraction and conservation policies when both see the people who live in the territories as invasive actors, as “out of place” in the places they are from, as independent from environmental policy, or even from industrial extraction (other than as its labor force). Environmental policy in Colombia generates uncertainty for these communities, but strengthens transnational financial and tourism infrastructures. It also deepens the injustices bred of cheap ground rent by corporations for long time periods through carbon credits that “atone” for the externalities of capitalist production. In areas of mining and energy exploitation, new ecologies and landscapes are created, as are new forms of violence and exclusion. Extraction and conservation are also similar in that their practices fragment and separate space on the basis of the idea that some spaces are for conservation, and others for exploitation and extraction. In this way, “conservation for rational exploitation” casts aside perspectives that could change the relations of production anchored in the exploitation of nature, as well as perspectives that could reintegrate physical and representational ecosystems.

In this way, progressive forces in Colombia are facing off with existing normative structures, specific forms of representing and governing nature, traditional ways of doing politics, and the corporative and local economies that undergird local power. However, what is revealed by the difficulty of making these changes possible are the actual places where real power circulates in Colombia. It is these forms of power that must be questioned and called to account, not the actions of the artisanal miners of Bajo Cauca.