Erosionar una política de la muerte y dignificar la vida
From the Series: A la izquierda del poder
From the Series: A la izquierda del poder
Han pasado casi diez meses desde que el Pacto Histórico (PH), liderado por Gustavo Petro y Francia Márquez, alcanzó la victoria a la presidencia y vicepresidencia de Colombia. Su llegada al poder se asumió entonces como un punto de inflexión para el país. Se trata del primer gobierno de izquierda democrática, y la primera vez que llega al poder una lideresa social, negra y plebeya, en un país en el que las persistencias coloniales aún son patentes. Es un momento de ruptura que se enfrenta ahora a la gran dificultad de lograr las transformaciones prometidas. Estas aspiraciones de cambio pueden caracterizarse de muchas maneras, pero considero pertinente entenderlas bajo la interpretación que trazó el mismo Pacto Histórico, al comprenderlas desde el contraste entre una política de la muerte y una política de la vida.
La idea de “política de la muerte” entiende en términos más amplios -respecto de miradas restringidas al conflicto armado- los daños generados por diversas estructuras de desigualdad, desprecio, despojo territorial, persecución del disenso, estructuradas en instituciones estatales, para-estatales y sociales. En contraste, la política de la vida se refiere a una vida digna: la garantía de derechos sociales, la apuesta de una mayor participación local en las discusiones que le conciernen a las comunidades, junto a prácticas menos destructivas de los ecosistemas.
El compromiso ambicioso de este nuevo gobierno es desarticular entonces estructuras desigualitarias y consolidar instituciones más democráticas, ecológicas y redistributivas en el país. Y, junto a esto, cuestionar enfoques neoliberales que prevalecieron en los gobiernos anteriores, y que minaron la posibilidad de una vida digna. Estos gobiernos trajeron un debilitamiento sistemático de lo público, y de aquellos derechos sociales que prometían garantizarlo, a través de una privatización de servicios (salud, educación, pensiones, tierras, recursos naturales) que ha tenido notables efectos de precarización. Por eso el gobierno actual le ha apostado a reformas en salud, trabajo, y pensiones que buscan desmercantilizar estos servicios y a permitir una mejor cobertura. Pero se enfrenta a un sinnúmero de presiones por los intereses privados afectados, por imprecisiones y errores del mismo gobierno en sus propuestas, por negociaciones que tienen que llevarse a cabo con sectores políticos diversos, que pueden desfigurar los objetivos igualitarios de las reformas.
Asimismo, el modelo neoliberal, anclado al capitalismo financiero, promovió la desindustrialización del país, para convertir su economía en una extractiva, basada en suplir materias primas (sobre todo minerales y combustibles fósiles; y monocultivos a gran escala) para las cadenas de suministros globales, con efectos devastadores para las ecologías de la vida de las comunidades afectadas por la extracción y la agroindustria. Además, el país ha terminado importando muchos productos, incluso alimentos, insumos y fertilizantes para los cultivos, lo que incide en el debilitamiento de la vida campesina, en el aumento de la huella de carbono por la circulación transnacional, pero sobre todo en el costo de los alimentos y en la precarización de la población. Por ejemplo, según datos de la Encuesta Nacional de Nutrición de 2022, 15,5 millones de personas en Colombia, están en situación de inseguridad alimentaria. Teniendo en cuenta estas dificultades el gobierno actual ha insistido en la necesidad de construir una economía que le apueste a la producción local, y esto supone reindustrializar al país y hacer productivas muchas tierras que, hoy en día, se valorizan en los mercados financieros sin dar producción. De hecho, según datos del Ministerio de Agricultura, de los 39,6 millones de hectáreas aptas para cultivo solo hay 5,3 millones sembradas. Se trata de dejar de importar muchos productos, de fortalecer las economías campesinas, y de intensificar la producción en el campo (algo que no es tan claro cómo se logre de manera ecológicamente sostenible), para apostarle a ganar soberanía alimentaria: que las comunidades puedan tener más incidencia sobre cómo se producen los alimentos, cómo circulan, y puedan producir mejores productos locales, y más económicos. La insistencia en fortalecer la economía local y echar para atrás las políticas de globalización, junto a la apuesta por una transición energética el país, son de hecho puntos cruciales de la economía ecológica. Y ponen de manifiesto que la dignidad no puede pensarse sin asumir las tupidas relaciones ecosistémicas entre humanos y no humanos, que constituyen la vida.
Evidentemente, desmontar una política de la muerte también implica implementar el acuerdo de paz con las desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), con todo lo que esto implica, particularmente en lo que respecta a la protección y garantías para las excombatientes. Pero también llevar a cabo una decidida política de restitución de tierras, que permita reparar a quienes fueron desplazados de sus territorios y desposeídos de su propiedad. Asimismo, el gobierno se ha comprometido a concretar procesos de paz con otros actores armados que están golpeando la vida de los territorios (mafias y grupos paramilitares, disidencias de las FARC, Ejército de Liberación Nacional-ELN). Se trata de grupos involucrados en el negocio de las drogas, y la protección de intereses paralegales que, de tiempo atrás han capturado instituciones regionales y nacionales, y que se articulan con negocios legales, y transnacionales. De ahí los retos complejos que se vislumbran para la mal llamada “Paz total” que se ha propuesto el gobierno y que difícilmente puede dar resultados, a mediano y largo plazo, hasta que no se desmonte la política vigente contra las drogas, que no ha hecho sino fortalecer el negocio y los grandes capitales que mueve.
Erosionar una política de la muerte y lograr una dignificación de la vida, como puede verse, trae retos monumentales: no sólo por los grandes intereses corporativos, y para-legales, que pueden verse afectados, sino por las inercias internas en las instituciones, la dificultad de trastocar estructuras desigualitarias incorporadas (por ejemplo, machistas y racistas, clientelares), también en los mismos miembros del Pacto Histórico y sus aliados; sin contar con los obstáculos financieros para apoyar intervenciones realmente redistributivas que, a la vez, sean ecológicamente más sostenibles; además del costo de la deuda externa que, actualmente, se lleva de hecho cerca del 50% del PIB del país. En medio de inmensos obstáculos se intenta crear marcos públicos más sólidos, reapropiarlos, hacerlos más comunes, hasta que, para decirlo con el lema de Francia Márquez, “la dignidad se haga costumbre”.
It has been almost ten months since the Pacto Histórico (Historic Pact), led by Gustavo Petro and Francia Márquez, won the presidency and vice-presidency of Colombia. Their accession to power was seen as a turning point for the country. It is the first democratic leftist government, and the first time that a Black and plebeian social leader comes to power in a country where the remnants of the colonial past are still felt. It is a moment of rupture that now faces the great difficulty of achieving the promised transformations. These aspirations for change can be characterized in many ways, but I argue that they could be approached based on the interpretation traced by Pacto Histórico itself, by understanding them in terms of the contrast between a politics of death (una política de la muerte) and a politics of life.
The idea of a politics of death reads in broader terms—as opposed to views restricted to the armed conflict—the damage caused by various structures of inequality, disregard, territorial dispossession, and the persecution of dissent, structured in state, para-state, and social institutions. In contrast, the politics of life is about a dignified life: the guarantee of social rights, the commitment to greater local participation in discussions that concern communities, together with practices that are less destructive to ecosystems.
This new government's ambitious commitment is to dismantle unequal structures and consolidate more democratic, ecological, and redistributive institutions—and, along with this, to question neoliberal approaches that prevailed in previous governments, and that undermined any prospect of a dignified life. These governments led to a systematic weakening of the public sector, and those institutions that had promised to guarantee social rights. This was done through the privatization of services such as healthcare, education, pensions, land, and natural resources, resulting in significant effects of precaritization. For this reason, the current government has focused on reforms in health care, labor, and pensions intended to decommodify these services and allow for better coverage. However, in doing so, it is exposed to countless pressures from the private interests affected, from inaccuracies and mistakes made by the government itself in its proposals, and from negotiations that need to be held with different political sectors and which can distort the egalitarian objectives of the reforms.
In the same vein, the neoliberal model, rooted in financial capitalism, promoted the country's deindustrialization to turn its economy to extraction, based on furnishing raw materials (especially minerals, fossil fuels, and large-scale monocultures) for global supply chains. This brought devastating effects for the ecologies of life of communities affected by extraction and agribusiness. The country has also ended up importing many products, including food, inputs, and fertilizers for crops, which weakens peasant life; increases the carbon footprint due to transnational circulation; and, above all, increases the cost of food thus contributing to the population's precaritization. For example, according to data from the 2022 National Nutrition Survey, 15.5 million people in Colombia are currently food insecure. In view of these difficulties, the current government has insisted on the need to build an economy that supports local production, which entails reindustrializing the country and rendering productive many of the lands that currently gain value in the financial markets without yielding any production. In fact, according to data from the Ministry of Agriculture, of the 39.6 million hectares suitable for cultivation, only 5.3 million are actually planted. The idea is to stop sourcing many of the products currently imported from abroad, to strengthen peasant economies, and to intensify rural production (although how to do so in an ecologically sustainable manner is not so clear), in order to gain food sovereignty. This idea implies that communities would have a greater influence on how food is produced, how it circulates, and would be able to produce better local and more affordable products. Emphasis on bolstering the local economy and reversing globalization policies, together with the country’s commitment to energy transition, are in fact crucial points of the ecological economy. And they show that dignity cannot be conceived without taking into account the dense ecosystemic relationships between humans and non-humans that constitute life.
Evidently, dismantling a politics of death also implies implementing the peace agreement with the demobilized Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC), with all that this implies, particularly in terms of protection and guarantees for former combatants. It also requires a resolute land restitution policy, which ensures reparations for those who have been displaced from their territories and dispossessed of their property. The government has also committed itself to establish peace processes with other armed actors that are affecting life in the territories (mafias and paramilitary groups, FARC dissidents, National Liberation Army [ELN], etc.). These groups are involved in the drug trade and the protection of paralegal interests that have long captured regional and national institutions, and are linked to legal and transnational businesses. Hence, complex challenges that lie ahead for the so-called Total Peace (Paz Total) policy proposed by the government, and it is unlikely to produce results in the middle- and long-term until the current anti-drug policy—which has only strengthened the business and the large amounts of capital it moves—is dismantled.
Eroding a politics of death and dignifying life clearly brings monumental challenges: not only because of the large corporate and paralegal interests that may be affected, but also because of the internal inertia in the institutions; the challenges in disrupting built-in inequitable structures (for example, sexist and racist, clientelistic), also existing among the members of the Pacto Histórico and its allies; not to mention the financial obstacles to supporting truly redistributive interventions that are simultaneously more ecologically sustainable; and the cost of the foreign debt that currently accounts for nearly 50 percent of the country’s GDP. Amid immense obstacles, attempts are being made to create stronger public frameworks, to reappropriate them, make them more common, until, to put it in Francia Márquez’s motto, “dignity becomes a habit.”