La cuestión de la tierra y otros espectros de la izquierda colombiana
From the Series: A la izquierda del poder
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Durante las elecciones de 2022 en Colombia, circularon imágenes de Gustavo Petro al lado de fotos de Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán. Tal como Petro, Gaitán y Galán eran candidatos presidenciales de izquierda y centro-izquierda, montados sobre las olas del descontento social causado por la concentración de tierra y riqueza. A diferencia de Petro, ellos fueron asesinados durante sus candidaturas; Gaitán en 1948 y Galán en 1989. El triunfo de Gustavo Petro y Francia Márquez, en ese sentido, no fue la primera vez que la izquierda política tuvo la posibilidad de llegar al poder en Colombia. Lo inédito, en las palabras de Juanita León, es que “llega un candidato que le produce mucho miedo al establecimiento y a las Fuerzas Militares, y que llega vivo”.
Una de las fuentes del miedo del establecimiento fue la incertidumbre producida sobre qué haría un gobierno Petro-Márquez alrededor de la “cuestión de la tierra”, un eufemismo común para describir los conflictos históricos sobre la distribución desigual de la tierra en Colombia. Esa cuestión estaba en el centro de la plataforma política de Petro y Márquez.
Después de las elecciones, la pregunta se convirtió en qué exactamente podría significar en la práctica esa plataforma para un gobierno de izquierda en Colombia. ¿El gobierno expropiará a los grandes terratenientes? ¿Distribuirá la tierra a los campesinos? ¿Se iría la gente a ocupar la tierra con la expectativa de que el gobierno legalice lo que ocuparon, desencadenando nuevos ciclos de violencia? Estas preguntas se fundamentaban en las formas en las cuales los espectros de la izquierda—tanto los líderes como las políticas de izquierda—se manifestaban en Colombia, donde, en diferentes regiones, tenían sus propias y profundas historias políticas en torno al tema de la tierra. ¿Qué significa gobernar desde la izquierda en presencia de todos esos fantasmas?
Yo trabajo sobre políticas de tierras en la región de Urabá, donde realicé entrevistas durante las elecciones presidenciales de 2014. En el curso de una entrevista con un reclamante de tierras llamado Alirio, este interrumpió una historia que estaba contando sobre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para decir que cuando estaba llenando su tarjeta electoral la semana anterior, observó “algo que no había visto por muchos años”. Era el logo verde y amarillo de la Unión Patriótica (UP). La UP, un partido político de izquierda durante los 80s y 90s, estaba en una papeleta electoral por primera vez en casi tres décadas. Alirio anunció esto en un tono sombrío, señalando su shock sobre el retorno de la UP y a la vez intentando distanciarse del partido.
La UP surgió de un proceso de paz inconcluso que estableció en 1984 una vía para la participación política de las FARC. Los resultados electorales de la UP en Urabá fueron altos desde el comienzo; al empezar la década de los noventa, fue una de las fuerzas políticas más significativas de la región. Pero los miembros del partido eran frecuentemente percibidos o acusados de estar vinculados a las FARC—no solamente por los opositores a la UP, sino también por personas simpatizantes.
La oposición al auge de la UP fue rápida y feroz. Dos candidatos presidenciales, más de una docena de congresistas y miles de afiliados del partido fueron asesinados por paramilitares y fuerzas de seguridad estatales. En Urabá, el “Plan Retorno” implicó el asesinato sistemático de más de 1300 afiliados de la UP y la casi exterminación del partido.
El auge y caída de la UP en Urabá estaba íntimamente vinculado a las políticas de tierra. En el centro de la plataforma política de la UP estaba, según el candidato presidencial asesinado Bernardo Jaramillo, “la lucha por la tierra, no solamente del campo, sino del sector urbano”. Como otros movimientos de izquierda, la UP apoyó a “invasiones” de tierras rurales y urbanas y ayudó con la ocupación y distribución de lotes. Algunas invasiones incluso estaban orientadas al ciclo electoral, con los invasores haciendo pedidos de apoyo a candidatos de izquierda para formalizar sus posesiones.
Con estos ciclos de invasión venían ciclos de muerte. Los centros urbanos de Urabá están repletos de barrios de invasión que llevan el nombre de aquellos asesinados por apoyar las invasiones. En los años ochenta, algunas familias que vivían en un sector de Apartadó llamado Pardo Leal (nombrado por otro candidato presidencial de la UP asesinado) experimentaron inundaciones repetidas. La alcaldesa de Apartadó, Diana Cardona Saldarriaga, ayudó a negociar la compra de las tierras inundadas y la distribución de lotes en un sector para las diferentes familias afectadas. El día que los beneficiarios recibieron sus lotes, también se enteraron del asesinato de Diana Cardona. El barrio que ayudó a construir, así como el Centro Administrativo Municipal de Apartadó, todavía llevan su nombre.
Después de las elecciones del 2022, según se reportó, Petro señaló a la prensa que “el espectro de la muerte nos acompaña”. Ese espectro acompaña no solamente a líderes políticos de izquierda, sino también las políticas por las cuales han abogado, en particular la política de tierras.
En lugares como Urabá, la idea de la existencia de un gobierno de izquierda alimentaba las preocupaciones de que los políticos y activistas siguieran pagando con sus vidas la movilización de políticas de tierra desde la perspectiva de izquierda. La historia de la UP era, en ese sentido, un espectro de la muerte. Sin embargo, personas como Alirio seguían involucrados activamente en políticas sobre tierras que la UP había traído a la región, a pesar del dolor producido por distanciarse del partido. La UP entonces también era un sitio de la memoria política: del conocimiento material sobre cómo utilizar los cultivos para establecer una invasión rural o de la experticia política sobre cómo construir el poder colectivo en sectores urbanos. Era un recurso político vivo al cual la gente recurría, mientras reimaginaba y reformulaba cómo aproximarse a la cuestión de la tierra.
Los espectros de la izquierda por supuesto no tenían el mismo significado para todos. Los grandes terratenientes en Urabá de forma casi uniforme asociaban la idea de políticas de tierras de izquierda con las FARC, ubicando dichas políticas en el campo de la guerra en vez de la gobernanza legítima. En el período de preparación para el proceso de paz, los funcionarios también las asociaban con las FARC, pero las entendía como una oportunidad para traer a las FARC a la mesa de negociación, aunque con el tiempo se dieron cuenta que sus planes para la restitución de tierras no necesariamente se alineaban con las prioridades de las FARC sobre la tierra.
Para cada uno de esos actores, estos espectros producían lo que Susan Lepselter llama “resonance (resonancia)”, con sus retornos asombrosos en tarjetones electorales, esfuerzos de paz y plataformas políticas activando entrecruzadas, pero profundamente distintas narrativas de la izquierda en escalas íntimas y públicas. Estas narrativas ganaron intensidad por su conexión con los conflictos y traumas históricos, en particular los relacionados con la tierra, y por la disonancia producida por las distintas percepciones de la izquierda como inspiración popular, como moraleja y amenaza comunista.
Es esa resonancia la que también acompaña a este gobierno. Las políticas de tierras que promulgan serán frecuentemente leídas como parte de narrativas existentes, fortaleciéndolas e intensificándolas. Desde lugares como Urabá, gobernar desde la izquierda no será entendido como una ruptura con la historia, sino como la siguiente iteración de una historia que ya existe, enfrentada por la memoria política labrada por décadas de guerra, la cual tiene el potencial de abrir y también limitar las posibilidades disponibles para la izquierda. Eso es, tanto el desafío como el regalo, de los fantasmas de Petro.
During the 2022 elections in Colombia, images circulated of Gustavo Petro alongside photographs of Jorge Eliécer Gaitán and Luis Carlos Galán. Like Petro, Gaitán and Galán were left-of-center presidential candidates, riding surges of social discontent with the concentration of land and wealth. Unlike Petro, they were assassinated during their candidacies, Gaitán in 1948 and Galán in 1989. The victory of Gustavo Petro and Francia Márquez was, in this sense, not the first time the Left has had a chance at power in Colombia. What was unprecedented, in the words of Juanita León, was that “a candidate who terrifies the establishment and the military gets here, and he gets here alive.”
One of the sources of the establishment’s terror was the uncertainty around what a Petro-Márquez administration would do about the “question of land,” a common euphemism for Colombia’s historical conflicts over unequal land distribution. Petro and Márquez placed this question at the center of their political platform.
After the election, the question became what that platform would mean in practice for a leftist administration. Would the administration expropriate large landholders? Distribute land to small farmers? Would people occupy land, expecting the government to validate their takings, setting off new cycles of violence? These questions were rooted in the ways that specters of the Left—both left leaders and left policies—manifested themselves across Colombia, where different regions had their own deep political histories around left approaches to land. What might it mean to govern from the Left in the presence of all of these ghosts?
I work on land politics in the region of Urabá, where I once conducted interviews during Colombia’s 2014 presidential elections. In an interview with a land claimant named Alirio, he interrupted a story about the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC) to announce that while filling out his electoral ballot the week before, he had seen “something I haven’t seen in many years.” It was the green and yellow logo of the Unión Patriótica (UP). A left political party from the 1980s and 1990s, the UP was on the ballot again for the first time in nearly three decades. Alirio announced this in a grim tone, simultaneously signaling his shock at the UP’s return and attempting to distance himself from the party.
The UP emerged from an attempted peace process that concluded in 1984 with accords establishing the party as an avenue for political participation by the FARC. UP election results in Urabá were high from the beginning; by the 1990s, it was one of the most significant political forces in the region. But party members were often perceived or accused of being aligned with the FARC—not only by those opposing the UP, but also by sympathetic locals.
The opposition to the UP’s rise was both swift and fierce. Nationwide, two presidential candidates, over a dozen members of Congress, and thousands of party members were murdered by paramilitaries and state security forces. In Urabá, the “Plan Retorno” campaign systematically assassinated over 1300 UP members, exterminating the party.
The rise and fall of the UP in Urabá was intimately tied to land politics. Central to their platform was, according to assassinated UP presidential candidate Bernardo Jaramillo, “the struggle for land, not only in the countryside, but also in the urban sector.” Like other left movements, the UP supported rural and urban “invasions” of land, assisting with the taking and distribution of parcels. Some invasions were even timed to the electoral cycle, with those taking land looking for left candidates to support in formalizing their acquisitions.
These cycles of invasion brought with them cycles of death. Urabá’s cities are filled with neighborhoods claimed through invasion that carry the names of those killed for supporting those claims. In the late 1980s, families living in a sector called Pardo Leal (named after another assassinated UP presidential candidate) experienced repeated flooding. Apartadó’s mayor, 34-year-old UP member Diana Cardona Saldarriaga, helped arrange a purchase of the flooded land and the distribution of parcels in a different sector for the families affected. The day that the beneficiaries received their new parcels was the day they learned of Diana Cardona’s assassination. The neighborhood she helped build for them, along with the Apartadó municipal building, still carry her name.
After the 2022 elections, Petro reportedly noted to the press that “the specter of death accompanies us.” This specter hangs not only over leftist political leaders, but the policies they have championed, particularly reforms to land.
In places like Urabá, the idea of governing from the Left fed concerns that politicians and activists would continue to pay for enacting left land policies with their lives. The history of the UP was, in this sense, a specter of death. And yet, people like Alirio continued to be actively involved in land politics that the UP had elevated in the region, even as they took pains to distance themselves from the party. The UP was thus also a locus of political memory: of the material knowledge of how to use crops to establish a rural invasion, or of political expertise around how to build collective power in urban neighborhoods. It was a living political resource that people drew upon as they reimagined and reenacted how to deal with the question of land.
Specters of the Left, of course, did not mean the same thing to everyone. Large landholders in Urabá nearly uniformly associated the idea of left land policies with the FARC, locating them in the domain of the war rather than of legitimate governance. State bureaucrats in the leadup to the peace process also associated them with the FARC, but understood them as an opportunity to bring the FARC to the negotiating table, only to find that state plans for land restitution did not necessarily align with the FARC’s priorities around land.
For each of these constituencies, these specters produced what Susan Lepselter calls “resonance,” their uncanny returns on ballots, peace efforts, and political platforms activating intersecting yet sharply distinct narratives of the Left at both intimate and public scales. These narratives gained intensity because of their connection to historical conflicts and traumas, particularly those related to land, and because of the dissonance between different perceptions of the Left as popular inspiration, cautionary tale, and communist threat.
It is this resonance that also accompanies this administration. The land policies they enact will frequently be read as part of existing narratives, reinforcing them and intensifying them. From places like Urabá, governing from the Left will not necessarily be understood as a break with history, but rather as the next iteration of a story that already exists, met with political memory honed over decades of war that has the potential to both open up and constrain the possibilities available to the Left. This is both the challenge, and the gift, of Petro’s ghosts.