Hacer posible la paz en medio de campos minados
From the Series: A la izquierda del poder
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“Hacer importante una situación consiste en intensificar el sentido de lo posible que encierra en sí misma y sobre la cual insiste, a través de luchas y reclamos por otra forma de hacerla existir”. Debaise and Stengers (2018, 17)
“Hoy empieza la Colombia de lo posible”, pronunció Gustavo Petro en su discurso de toma de posesión el 7 de agosto de 2022, entre referencias a segundas oportunidades y futuros por escribir. Esbozando su política de la Paz Total, el recién electo presidente de izquierda aseguró que se vislumbra un horizonte político prometedor: la paz, la imposibilidad histórica, pronto sería posible. Las esperanzadoras palabras de Petro hicieron eco del espíritu del Proyecto Piloto de Desminado Humanitario, un experimento político construido en torno a la remoción de minas y enmarcado en las conversaciones de paz de 2012-2016 entre el gobierno nacional y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP).
Entré por primera vez a este “laboratorio de paz”, como se le conoció al Proyecto Piloto, en septiembre de 2015, junto a una comisión de representantes de alto rango de los principales partidos incluidos en la iniciativa. Mientras esperábamos en el hangar de helicópteros a que se despejara el cielo brumoso, hablé sobre la importancia política del proyecto con Sebastián, un funcionario nacional de la Ayuda Popular Noruega, la organización humanitaria que dirigió el Proyecto Piloto. Asistimos a un proceso histórico y hasta cierto punto surrealista, afirmó. Guerrilleros y soldados trabajando juntos, de la mano, para alcanzar un objetivo común profundamente enredado con la posibilidad material de la paz: el desmantelamiento de los campos minados producidos durante décadas de guerra. “Esto no solo no tiene precedentes; es increíble”, no dejaba de repetir.
Lo extraordinario de esta iniciativa se hizo palpable inmediatamente después de que aterrizamos en una polvorienta cancha de fútbol que también funcionaba como helipuerto. Entre los ansiosos lugareños que registraron el aterrizaje del helicóptero se encontraban tres delegados de las FARC-EP y dos comandantes del ejército parados juntos, luciendo el chaleco beige que se convirtió en un símbolo del Proyecto Piloto. El grupo nos condujo a la estructura renovada a la entrada del pueblo que ahora servía como centro de operaciones y vivienda, y nos contó cómo todos habían participado en la reconstrucción del lugar (Imagen 1). Despojados de sus armas y uniformes militares, estos actores demostrarían, como luego lo expresó un guerrillero, “que el experimento de unir guerrilleros y soldados para desminar territorios no solo es posible, sino que puede ser el primer paso en el camino irreversible hacia la paz”.
El experimento no solo involucró colaboración técnica; también puso a rebeldes y soldados bajo el mismo techo. La convivencia no fue fácil. En ocasiones, el trabajo diario era exigente y agotador, en otros momentos, relajado y aburrido. Las personas tenían mandatos, obligaciones y expectativas asociadas con sus respectivas organizaciones, así como distintas personalidades, egos y necesidades. Sin embargo, la vida ordinaria estuvo repleta de potencialidades. En el campamento base, soldados, guerrilleros y delegados estatales pasaban su tiempo libre viendo televisión, jugando parqués y cartas, tomando café, y de vez en cuando cerveza, aguardiente y ron. Celebraron cumpleaños, hicieron parrilladas, cocinaron sancochos y bailaron. Jugaban partidos de fútbol al final de la tarde y los domingos, a menudo bajo la misma camiseta. Pocos de estos momentos fueron registrados o documentados visualmente; de hecho, muchos no pudieron ser contados oficialmente, pues desafiaban la imagen aséptica y sobria que deben encarnar estos procesos políticos hipervisibles y de altas implicaciones. Basta recordar la polémica desatada por la escena de baile entre miembros de la misión de verificación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y soldados de las FARC-EP en un campamento de desarme en 2016.
A pesar de su relativa ausencia en los discursos públicos, estas realidades banales de convivencia fueron una humilde materialización de la posibilidad de la paz. Ellos hicieron la “paz en concreto,” lo cual difiere de la forma en que tal expresión se ha movilizado políticamente (comparar Zeiderman 2020). Aquí, la paz no significa una realidad política que pueda lograrse definitivamente tras el cese de acciones armadas y la firma de acuerdos de paz. Tampoco puede reducirse a la eliminación de amenazas explosivas, a pesar de que el desminado hizo posibles estos encuentros mundanos en primer lugar. Más bien, la paz es un dilema político (Rancière 1999): un principio que lleva a adversarios históricos a prácticas experimentales a través de las cuales reflexionan sobre la pregunta que los unió, ¿qué es la paz y cuál es su oportunidad material?, y quiénes son con relación a ella. Como tal, la paz puede concebirse como un “gesto especulativo” (Debaise and Stengers 2018), una propuesta que no tiene un propósito descriptivo o normativo, sino que abre espacios para múltiples posibilidades. Notablemente, el Proyecto Piloto fue el primer “gesto de paz” del entonces proceso de negociación, la primera acción tangible que mostró la voluntad de ambas partes de “hacer la paz”, incluso antes de la firma del acuerdo final.
Pensar la paz en estos términos permite entender la trascendencia del Proyecto Piloto y de la elección del primer gobierno de izquierda en Colombia no necesariamente como logros extraordinarios o soluciones en sí mismos. Como sugiere el epígrafe, su relevancia radica en lo que señalan como posibles, “aquellos ‘podrían haber’ o ‘podrían ser’ implícitos en las situaciones” (Debaise and Stengers 2018, 17). Lo posible no está garantizado; es un horizonte esperanzador pero incierto. Identificar tales virtualidades requiere suspender las exigencias del “deber ser”, que muchas veces condenan la situación cuando asume formas inesperadas, inciertas o no deseadas o la juzgan fútil por no ofrecer “alternativas reales” o “cambios significativos”, frases sobre el gobierno de Petro que ya circulan en reuniones académicas, foros públicos y artículos de opinión. Reconocer lo posible también requiere desarrollar un sentido de la esperanza, una facultad sensorial que siente lo que aún no es, pero podría ser. Este sentido es “un modo de desear estructurante y educador que nos permite ver y sentir más allá del atolladero del presente” (Muñoz 2009, 1). No es ingenuo; es consciente de los obstáculos sin dejarse deshacer por ellos. Imagina y produce el futuro, obligándonos a trabajar hacia él insistiendo “en la potencialidad y posibilidad concreta de otro mundo.”
Mi trabajo etnográfico en el Proyecto Piloto, una iniciativa que, como la presidencia de Petro, despertó expectativas y deseos, me enseñó que uno puede sentirse profundamente atraído por la esperanza y, al mismo tiempo, desconfiar de ella. El sentido de posibilidad no es contrario ni incompatible con un sentido de sospecha; incluso en los llamados tiempos de paz abundan los paisajes sospechosos. Ambos sentidos son esenciales para hacer de la paz una realidad material. “No puedo creer que los esté viendo jugar a las cartas y beber cerveza juntos”, escuché decir a los lugareños, evocando el pasado no muy lejano donde estos mismos personajes se acechaban, perseguían y disparaban en las selvas serranas del norte antioqueño. Estas palabras de incredulidad señalan la tensión siempre presente que sentí durante mi trabajo de campo: eran una expresión de asombro esperanzado ante manifestaciones de paz sin precedentes, pero también eran una seña del escepticismo de las personas que históricamente han vivido en espacios marcados por la presencia ambivalente del Estado el orden brutal de los grupos irregulares, personas para quienes la paz había sido una promesa repetidamente incumplida.
La Paz Total de Petro promete romper estos ciclos de decepción al implementar el reciente Acuerdo de Paz, luchar contra la polarización sociopolítica y negociar con grupos armados de diferentes orígenes y denominaciones, una apuesta que contrasta con las negociaciones fragmentadas que caracterizan los esfuerzos anteriores. En menos de doce meses de gobierno, esta política se ha materializado en una mesa de negociación con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y un cese al fuego bilateral con otras organizaciones armadas irregulares. Estos procesos, no obstante, no han estado exentos de dificultades y contratiempos. En su discurso inaugural, Petro insistió en que este enfoque integrado permitiría “conseguir la paz verdadera y definitiva.” Como es común en las políticas de Estado, la Paz Total se configura en “clave mayor” (Stengers 2005), pues alude a términos deslumbrantes pero abstractos. Sin embargo, la paz como posibilidad no se presenta exclusivamente en esa clave. También puede encontrarse en los intersticios de la vida cotidiana, en las realidades ordinarias sobre el terreno habilitadas por iniciativas políticas como el Proyecto Piloto y la Paz Total. En otras palabras, expresiones en “clave menor”. En consecuencia, cuando decimos que “la paz es posible”, es preciso agudizar el sentido de la esperanza para sentir lo que se esconde entre los mundos real y potencial.
“To make a situation important consists in intensifying the sense of the possible that it holds in itself and that insists in it, through struggles and claims for another way of making it exist.” Debaise and Stengers (2018, 17)
“The Colombia of the possible begins today,” Gustavo Petro pronounced in his inauguration speech on August 7, 2022, between references to second chances and futures yet to be written. Outlining his Total Peace (Paz Total) policy, the newly elected leftist president assured that a promising political horizon looms: peace, the historical impossibility, would soon become possible. Petro’s hopeful words echoed the ethos behind the Pilot Project of Humanitarian Demining, a political experiment built around mine removal framed by the 2012–2016 peace talks between the national government and the Revolutionary Armed Forces of Colombia—People’s Army (FARC-EP) guerrillas.
I first entered this “peace laboratory,” as the Pilot Project was known, in September 2015, alongside a commission of high-ranking representatives of the main parties participating in the initiative. Waiting in the helicopter hangar for the hazy skies to clear, I spoke about the project’s political significance with Sebastián, a national officer for Norwegian People’s Aid, the humanitarian organization leading the Pilot Project. We were witnessing a historical and, to some extent, surreal process, he asserted. Guerrillas and soldiers were working together, hand in hand, to reach a common goal profoundly entangled with the material possibility of peace: the dismantling of minefields produced over the decades-long war in two rural towns. “This is not just unprecedented; it is unbelievable,” he kept repeating.
The extraordinariness of this initiative became palpable immediately after we landed on a dusty soccer field that doubled as a helipad. Among the eager locals registering the helicopter landing were three FARC-EP delegates and two army commanders standing together, all wearing the beige vest that became a symbol of the Pilot Project. The group led us to the renovated structure at the town entrance that now served as the center of operations and living quarters, telling us how everyone had done their part in its reconstruction (Image 1). Stripped of their weapons and military uniforms, these actors would demonstrate, as a guerrilla member later put it, “that the experiment of uniting guerrillas and soldiers to demine territories is not only possible but can ensure the first steps of the irreversible path to peace.”
Not only did the experiment involve technical collaboration; it also placed rebels and soldiers under the same roof. Coexistence was not easy. The daily work was demanding and exhausting at times and laid-back and dull at others. People had mandates, obligations, and expectations associated with their respective organizations, as well as distinct personalities, egos, and needs. However, ordinary life unfolded full of potentialities. In the base camp, soldiers, guerrillas, and state delegates spent their free time watching TV, playing Parcheesi and cards, drinking coffee and beer, aguardiente (liquor of anise), and rum. They celebrated birthdays, had barbecues, cooked sancochos (traditional chicken soup), and danced. They played soccer matches in the late afternoons and on Sundays, often mixing together on the teams. Few of these moments were visually recorded or documented; indeed, many could not be officially recounted, as they challenged the aseptic and sober image that these hyper-visible, high-stakes political processes must embody. Recall, for example, the controversy unleashed by the dance scene between United Nations (UN) verification mission members and FARC-EP soldiers in a disarmament camp in 2016.
Despite their relative absence in public discourses, these banal realities of coexistence humbly materialized the possibility of peace. They render peace concrete, which differs from the way in which this turn of phrase has been politically mobilized (compare Zeiderman 2020). Here, peace does not mean a political reality that can be achieved definitively after the end of armed action and the signing of peace agreements. Nor can it be reduced to removing explosive threats, even though demining made such mundane encounters possible in the first place. Rather, peace is a political dilemma (Rancière 1999): a principle that leads historical adversaries to experiential practices through which they reflect on the very question that brought them together—what is peace, and what is its material opportunity?—and who they are in relation to it. As such, peace can be conceived of as a “speculative gesture” (Debaise and Stengers 2018), a proposal with no descriptive or normative purpose but rather one that opens spaces for multiple possibilities. Notably, the Pilot Project was the first “peace gesture” of the then-ongoing negotiation process—the first tangible action showing both parties’ willingness to “make peace” even before signing the final accord.
Thinking about peace in these terms allows us to understand the significance of the Pilot Project and the election of Colombia’s first left-wing government not necessarily as extraordinary achievements or solutions in themselves. As my essay’s epigraph suggests, their relevance lies in what they signal as possible, “those ‘might haves’ or ‘could bes’ implicit in situations” (Debaise and Stengers 2018, 17). The possible is not guaranteed; it is a hopeful but uncertain horizon. Identifying such virtualities requires suspending the demands of what “should be,” which often condemn the situation when it assumes unexpected, uncertain, or unwanted forms or judge it futile for not offering “real alternatives” or “significant changes”—phrases addressed to Petro’s government that already circulate in academic meetings, public forums, and opinion pieces. Recognizing the possible also necessitates developing a sense of hope, a sensory faculty that feels what is not yet but could be. This sense is “a structuring and educating mode of desiring that allows us to see and feel beyond the quagmire of the present” (Muñoz 2009, 1). It is not naïve; it is cognizant of the obstacles without letting itself be undone by them. It imagines and enacts the future, compelling us to work towards it by insisting “on the potentiality and concrete possibility for another world.”
My ethnographic work in the Pilot Project—an initiative that, like Petro’s presidency, aroused expectations and desires—taught me that one could be deeply drawn to hope and simultaneously wary of it. The sense of possibility is not contrary to or incompatible with a sense of suspicion; even in so-called peacetime, suspicious landscapes abound. Both senses are essential in making peace a material reality. “I cannot believe I’m seeing them playing cards and drinking beer together,” I heard locals say, evoking the not-too-distant past when these characters stalked, chased, and shot each other in the mountain jungles of Northern Antioquia. These words of disbelief signal the ever-present tension I felt during my fieldwork: they were an expression of hopeful amazement at unprecedented manifestations of peace, but they were also a sign of the skepticism of people historically living in spaces marked by the state’s ambivalent presence and the irregular groups’ brutal order—people for whom peace had been a repeatedly broken promise.
Petro’s Total Peace policy vows to break these cycles of disappointment by implementing the 2016 Peace Accord, countering sociopolitical polarization, and engaging in dialogues with armed groups of different origins and denominations, rather than negotiating with them separately, as in previous processes. In less than twelve months of government, this policy has materialized in a negotiation table with the National Liberation Army (ELN) and a bilateral ceasefire with other irregular armed organizations. This is not without difficulties and setbacks. In his inaugural address, Petro insisted that this integrated approach would make it possible “to achieve true and definitive peace.” As common in state policies, Total Peace is configured in a “major key” (Stengers 2005), alluding to dazzling yet abstract terms. However, peace as possibility is not exclusively a major-key issue. It may be found in the interstices of everyday life, the ordinary on-the-ground realities enabled by political initiatives like the Pilot Project and Total Peace—in other words, their “minor key” expressions. Hence, when we say “peace is possible,” we may need to sharpen the sense of hope to feel what lurks between actual and potential worlds.
Debaise, Didier, and Isabelle Stengers. 2018. “The Insistence of Possibles: Towards a Speculative Pragmatism.” Parse 7: 13–19.
Muñoz, José Esteban. 2009. Cruising Utopia: The Then and There of Queer Futurity. New York: New York University Press.
Rancière, Jacques. 1999. Disagreement: Politics and Philosophy. Minneapolis: University of Minnesota Press.
Stengers, Isabelle. 2005. “Introductory Notes on an Ecology of Practices.” Cultural Studies Review 11, no. 1: 183–96.
Zeiderman, Austin. 2020. “Concrete Peace: Building Security through Infrastructure in Colombia.” Anthropological Quarterly 93, no. 3: 497–528.